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domingo, 27 de febrero de 2011

Te  quitabas  la  faja  de  la  cintura,  te  arrancabas las sandalias, tirabas a un rincón tu 
amplia falda, de algodón, me parece, y te soltabas el nudo que te retenía el pelo en 
una cola. Tenías la piel erizada y te reías. Estábamos tan próximos que no podíamos 
vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y el olor que 
hacíamos juntos. Me abría paso por tus caminos, mis manos en tu cintura encabritada 
y las tuyas impacientes. Te deslizabas, me recorrías, me trepabas, me envolvías con 
tus piernas invencibles, me decías mil veces ven con los labios sobre los míos. En el 
instante final teníamos un atisbo de completa soledad, cada uno perdido en su 
quemante abismo, pero pronto resucitábamos desde el otro lado del fuego para 
descubrirnos abrazados en el desorden de los almohadones, bajo el mosquitero blanco. 
Yo te apartaba el cabello para mirarte a los ojos. A veces te sentabas a mi lado, con 
las piernas recogidas y tu chal de seda sobre un hombro, en el silencio de la noche que 
apenas comenzaba. Así te recuerdo, en calma....

Cada vez que pienso en ti, así te veo, así nos veo, detenidos para siempre en ese 
lienzo, invulnerables al deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en 
esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy el que observa, 
sino el hombre que yace junto a esa mujer. Entonces se rompe la simétrica quietud de 
la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas


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