amplia falda, de algodón, me parece, y te soltabas el nudo que te retenía el pelo en
una cola. Tenías la piel erizada y te reías. Estábamos tan próximos que no podíamos
vernos, ambos absortos en ese rito urgente, envueltos en el calor y el olor que
hacíamos juntos. Me abría paso por tus caminos, mis manos en tu cintura encabritada
y las tuyas impacientes. Te deslizabas, me recorrías, me trepabas, me envolvías con
tus piernas invencibles, me decías mil veces ven con los labios sobre los míos. En el
instante final teníamos un atisbo de completa soledad, cada uno perdido en su
quemante abismo, pero pronto resucitábamos desde el otro lado del fuego para
descubrirnos abrazados en el desorden de los almohadones, bajo el mosquitero blanco.
Yo te apartaba el cabello para mirarte a los ojos. A veces te sentabas a mi lado, con
las piernas recogidas y tu chal de seda sobre un hombro, en el silencio de la noche que
apenas comenzaba. Así te recuerdo, en calma....
Cada vez que pienso en ti, así te veo, así nos veo, detenidos para siempre en ese
lienzo, invulnerables al deterioro de la mala memoria. Puedo recrearme largamente en
esa escena, hasta sentir que entro en el espacio del cuadro y ya no soy el que observa,
sino el hombre que yace junto a esa mujer. Entonces se rompe la simétrica quietud de
la pintura y escucho nuestras voces muy cercanas